Испанский для детей. Сказки на испанском - Primavera triste

Среда, Сентябрь 9, 2009 9:56

VICENTE BLASCO IB??EZ

Primavera triste

(CUENTOS)

 PROMETEO sociedad editorial Germa?as. F S.—VALENCIA

El viejo T?fol y la chicuela viv?an esclavos de su huerto, fatigado por una incesante producci?n.Eran dos ?rboles m?s, dos plantas de aquel pedazo de tierra—no mayor que un pa?uelo, seg?n dec?an los vecinos—, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.

Viv?an como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un pe?n.

La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del t?o T?fol, en su af?n de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la hab?a sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo hab?a llegado a los diez y siete a?os, que parec?an once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun m?s por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.

Era fea: angustiaba a sus vecinas y compa?eras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la quer?an. ?Criatura m?s trabajadora!… Horas antes de amanecer ya temblaba de fr?o en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspond?a regar, agarraba valientemente el azad?n, y con las faldas remangadas ayudaba al t?o T?fol a abrir bocas en los ribazos, por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engull?a con un glu-glu de satisfacci?n, y los d?as que hab?a remesa para Madrid, corr?a como loca por el huerto saqueando los bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.

Todo se necesitaba para vivir con tan poca tierra. Hab?a que estar siempre sobre ella, trat?ndola como bestia reacia que necesita del l?tigo para marchar. Era una parcela de un vasto jard?n, en otro tiempo de los frailes, que la desamortizaci?n revolucionaria hab?a subdivido. La ciudad, ensanch?ndose, amenazaba tragarse al huerto con su desbordamiento de casas, y el t?o T?fol, a pesar de hablar mal de sus terru?os, temblaba ante la idea de que la codicia tentase al due?o y los vendiese como solares.

All? estaba su sangre; sesenta a?os de trabajo. No hab?a un pedazo de tierra inactiva, y aunque el huerto era peque?o, desde el centro no se ve?an las tapias, tal era la mara?a de ?rboles y plantas: nispereros y magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas de pasionarias y jazmines; todo cosas ?tiles que daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.

El viejo, insensible a las bellezas de su huerto, s?lo ansiaba la cantidad. Quer?a segar, las flores en gavillas, como si fuesen hierba; cargar carros enteros de frutas delicadas; y este anhelo de viejo avaro e insaciable martirizaba a la pobre Borda, que, apenas descansaba un momento, vencida por la tos, o?a amenazas o recib?a como brutal advertencia un terronazo en los hombros.

Las vecinas de los inmediatos huertos protestaban. Estaba matando a la chica; cada vez tos?a m?s. Pero el viejo contestaba siempre lo mismo. Hab?a que trabajar mucho; el amo no atend?a razones en San Juan y en Navidad, cuando correspond?a entregarle las pagas del arrendamiento. Si la chica tos?a era por vicio, pues no la faltaban su libra de pan y su rinconcito en la cazuela de arroz; algunos d?as hasta com?a golosinas: morcilla de cebolla y sangre, por ejemplo. Los domingos la dejaba divertirse, envi?ndola a misa como una se?ora, y a?n no hac?a un a?o que le dio tres pesetas para una falda. Adem?s, era su padre, y el t?o T?fol, como todos los labriegos de raza latina, entend?a la paternidad cual los antiguos romanos: con derecho de vida y muerte sobre los hijos, sintiendo cari?o en lo m?s hondo de su voluntad, pero demostr?ndolo con las cejas fruncidas y alguno que otro palo.

La pobre Borda no se quejaba. Ella tambi?n quer?a trabajar mucho, para que nunca les quitasen el pedazo de tierra en cuyos senderos a?n cre?a ver el zagalejo remendado de aquella vieja hortelana a la que llamaba madre cuando sent?a la caricia de sus manos callosas.

All? estaba cuanto quer?a en el mundo: los ?rboles que la conocieron de peque?a y las flores que en su pensamiento inocente hac?an surgir una vaga idea de maternidad. Eran sus hijas, las ?nicas mu?ecas de su infancia, y todas las ma?anas experimentaba la misma sorpresa viendo las flores nuevas que surg?an de sus capullos, sigui?ndolas paso a paso en su crecimiento, desde que, t?midas, apretaban sus p?talos como si quisieran retroceder y ocultarse, hasta que, con repentina audacia, estallaban como bombas de colores y perfumes.

El huerto entonaba para ella una sinfon?a interminable, en la cual la armon?a de los colores confund?ase con el rumor de los ?rboles y el mon?tono canturreo de aquella acequia fangosa y poblada de renacuajos, que, oculta por el follaje, sonaba como arroyuelo buc?lico.

En las horas de fuerte sol, mientras el viejo descansaba, iba la Borda de un lado a otro, mirando las bellezas de su familia, vestida de gala para celebrar la estaci?n. ?Qu? hermosa primavera! Sin duda Dios cambiaba de sitio en las alturas, aproxim?ndose a la tierra.

Las azucenas de blanco raso ergu?anse con cierto desmayo, como las se?oritas en traje de baile que la pobre Borda hab?a admirado muchas veces en las estampas; las camelias de color carnoso hac?an pensar en tibias desnudeces, en grandes se?oras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocult?ndose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destac?banse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubr?an los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparc?a incienso m?s grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus gorras de terciopelo morado, y gui?ando las caritas barbadas, parec?an decir a la chica:

Borda, Bordeta… nos asamos. ?Por Dios! ?Un poquito de agua!

Lo dec?an, s?: o?alo ella, no con los o?dos, sino con los ojos, y aunque los huesos le dol?an de cansada, corr?a a la acequia a llenar la regadera y bautizaba a aquellos pilluelos, que bajo la ducha saludaban agradecidos.

Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores. Por su gusto, all? se quedar?an hasta secarse; pero era preciso ganar dinero llenando los cestos que se enviaban a Madrid.

Envidiaba a las flores vi?ndolas emprender su viaje. ?Madrid!… ?C?mo ser?a aquello? Ve?a una ciudad fant?stica, con suntuosos palacios como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que reflejaban millares de luces, hermosas se?oras que luc?an sus flores; y tal era la intensidad de la imagen, que hasta cre?a haber visto todo aquello en otros tiempos, tal vez antes de nacer.

En aquel Madrid estaba el se?orito, el hijo de los amos, con el cual hab?a jugado muchas veces siendo ni?a, y de cuya presencia huy? avergonzada el verano anterior, cuando hecho un arrogante mozo visit? el huerto. ?P?caros recuerdos! Ruboriz?base pensando en las horas que pasaban, siendo ni?os, sentados en un ribazo, oyendo ella la historia de Cenicienta, la ni?a despreciada convertida repentinamente en arrogante princesa.

La eterna quimera de todas las ni?as abandonadas ven?a entonces a tocarle en la frente con sus alas de oro. Ve?a detenerse un soberbio carruaje en la puerta del huerto; una hermosa se?ora la llamaba. «?Hija m?a… por fin te encuentro!», ni m?s ni menos que en la leyenda; despu?s los trajes magn?ficos; un palacio por casa, y al final, como no hay pr?ncipes disponibles a todas horas para casarse, content?base modestamente con hacer su marido al se?orito.

?Qui?n sabe?… Y cuando m?s esperanzas pon?a en el porvenir, la realidad la despertaba en forma de brutal terronazo, mientras el viejo dec?a con voz ?spera:

—Arre, que ya es hora.

Y otra vez al trabajo, a dar tormento a la tierra, que se quejaba cubri?ndose de flores.

El sol caldeaba el huerto, haciendo estallar las cortezas de los ?rboles; en las tibias madrugadas sudaba al trabajar, como si fuese mediod?a, y a pesar de esto, la Borda cada vez m?s delgada y tosiendo m?s.

Parec?a que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza.

Nadie pens? en llamar al m?dico. ?Para qu?? Los m?dicos cuestan dinero, y el t?o T?fol no cre?a en ellos. Los animales saben menos que las personas, y lo pasan tan ricamente sin m?dicos ni boticas.

Una ma?ana, en el mercado, las compa?eras de la Borda cuchicheaban mir?ndola compasivamente. Su fino o?do de enferma lo escuch? todo. Caer?a cuando cayesen las hojas.

Estas palabras fueron su obsesi?n. Morir… ?Bueno, se resignaba!; por el pobre viejo lo sent?a, falto de ayuda. Pero al menos que muriese como su madre, en plena primavera, cuando todo el huerto lanzaba risue?o su loca carcajada de colores; no cuando se despuebla la tierra, cuando los ?rboles parecen escobas y las apagadas flores de invierno se alzan tristes en los bancales.

?Al caer las hojas!… Aborrec?a los ?rboles cuyos ramajes se desnudaban como esqueletos del oto?o; hu?a de ellos como si su sombra fuese mal?fica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los frailes, esbelto gigante con la cabeza coronada de un surtidor de ondulantes plumas.

Aquellas hojas no ca?an nunca. Sospechaba que tal vez fuese una tonter?a, pero su af?n por lo maravilloso la hac?a sentir esperanzas, y como el que busca la curaci?n al pie de imagen milagrosa, la pobre Borda pasaba los ratos de descanso al pie de la palmera, que la proteg?a con la sombra de sus punzantes ramas.

All? pas? el verano, viendo c?mo el sol, que no la calentaba, hac?a humear la tierra, cual si de sus entra?as fuese a sacar un volc?n; all? la sorprendieron los primeros vientos de oto?o, que arrastraban las hojas secas. Cada vez estaba m?s delgada, m?s triste, con una finura tal de percepci?n, que o?a los sonidos m?s lejanos. Las mariposas blancas que revoloteaban en torno de su cabeza pegaban las alas en el sudor fr?o de su frente, como si quisieran tirar de ella arrastr?ndola a otros mundos donde las flores nacen espont?neamente, sin llevarse en sus colores y perfumes algo de la vida de quien las cuida.

 

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