Испанский для детей. Испанские сказки - la condenada

Среда, Сентябрь 9, 2009 9:50

VICENTE BLASCO IB??EZ

 LA CONDENADA

(CUENTOS)

 PROMETEO sociedad editorial Germa?as. F S.—VALENCIA

Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.

Ten?a por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sab?a de memoria; su sol era el alto ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrust?ndosele en el tobillo, hab?a llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por ?ltima vez los papelotes de su proceso, ?l se pasaba all? meses y meses enterrado en vida, pudri?ndose, como animado cad?ver, en aquel ata?d de argamasa, deseando, como un mal moment?neo que pondr?a fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que m?s le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los d?as y bien fregado, para que la humedad, filtr?ndose a trav?s del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compa??a de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si all? entrasen ratas, tendr?a el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compa?eras; si en los rincones hubiera encontrado una ara?a, se habr?a entretenido domestic?ndola.

No quer?an en aquella sepultura otra vida que la suya. Un d?a, ?c?mo lo recordaba Rafael! un gorri?n se asom? a la reja, cual chiquillo travieso. El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la extra?eza que le produc?a ver all? abajo aquel pobre ser amarillento y flaco, estremeci?ndose de fr?o en pleno verano, con unos cuantos pa?uelos anudados a las sienes y un harapo de manta ce?ido a los ri?ones. Debi? asustarle aquella cara angulosa y p?lida, con una blancura de papel mascado; le caus? miedo la extra?a vestidura de pielroja y huy?, sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.

El ?nico rumor de vida era el de los compa?eros de c?rcel que paseaban por el patio. Aqu?llos al menos ve?an cielo libre sobre sus cabezas, no tragaban el aire a trav?s de una aspillera; ten?an las piernas libres y no les faltaba con quien hablar. Hasta all? dentro ten?a la desgracia sus gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado por Rafael. Envidiaba ?l a los del patio, considerando su situaci?n como una de las m?s apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban libertad, y los que a aquellas horas transitaban por las calles tal vez no se considerasen contentos con su suerte, ambicionando ?qui?n sabe cu?ntas cosas!… ?Tan buena que es la libertad!… Merec?an estar presos.

Se hallaba en el ?ltimo escal?n de la desgracia. Hab?a intentado fugarse perforando el suelo en un arranque de desesperaci?n, y la vigilancia pesaba sobre ?l incesante y abrumadora. Si cantaba, le impon?an silencio. Quiso divertirse rezando con mon?tono canturreo las oraciones que le ense?? su madre, y que s?lo recordaba a trozos, y le hicieron callar. ?Es que intentaba fingirse loco? ?A ver, mucho silencio! Le quer?an guardar entero, sano de cuerpo y esp?ritu, para que el verdugo no operase en carne averiada.

?Loco! No quer?a serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y malo acababan con ?l. Ten?a alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos molestado por la luz reglamentaria, a la que en catorce meses no hab?a podido acostumbrarse, le atormentaba la estrafalaria idea de que, durante el sue?o, sus enemigos, aquellos que quer?an matarle y a los que no conoc?a, le hab?an vuelto el est?mago del rev?s. Por esto le atormentaban con crueles pinchazos.

De d?a, pensaba siempre en su pasado, pero con memoria tan extraviada, que cre?a repasar la historia de otro.

Recordaba su regreso al pueblecillo natal, despu?s de su primera campa?a carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la taberna de la plaza admir?ndole con entusiasmo: ?Qu? bruto es Rafael! La mejor chica del pueblo se decid?a a ser su mujer, m?s por miedo y respeto que por cari?o; los del Ayuntamiento le halagaban d?ndole escopeta de guardia rural, espoleando su brutalidad para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obst?culos en todo el t?rmino; ten?a a los otros, los del bando ca?do, en un pu?o, hasta que, cansados ?stos, se ampararon de cierto valent?n que acababa de llegar tambi?n de presidio, y lo colocaron frente a Rafael.

?Cristo! El honor profesional estaba en peligro: hab?a que mojar la oreja a aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarle con la culata para que no chillase ni patalease m?s.

En fin… ?cosas de hombres! Y como final, la c?rcel, donde encontr? antiguos compa?eros; el juicio, en el cual todos los que antes le tem?an se vengaban de los miedos que hab?an pasado declarando contra ?l; la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte, que, por lo que se hac?a esperar, sin duda ven?a en carreta.

No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas haza?as, relatadas en romances, hab?a escuchado siempre con entusiasmo, y se reconoc?a con tanto reda?o como ellos para afrontar el ?ltimo trance.

Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un ni?o y al mismo tiempo se arrepent?a, queriendo ahogar in?tilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de ?l; otro al que hasta entonces no hab?a conocido, que ten?a miedo y lloriqueaba, no calm?ndose hasta que beb?a media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos que en la c?rcel llamaban caf?.

Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para terminar pronto no quedaba m?s que la envoltura. El nuevo, formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses y forzosamente estaba pr?ximo el fin. De buena gana se conformar?a a pasar otros catorce en aquella miseria.

Era receloso; present?a que la desgracia se acercaba; la ve?a en todas partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la c?rcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un pitillo. ?Malo, malo!

Las preguntas no pod?an ser m?s inquietantes. ?Que si era buen cristiano? S?, padre. Respetaba a los curas, nunca les hab?a faltado en tanto as?; y de la familia no habr?a qu? decir; todos los suyos hab?an ido al monte a defender al rey leg?timo, porque as? lo mand? el p?rroco del pueblo. Y para afirmar su cristianismo, sacaba de entre los gui?apos del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas.

Despu?s el cura le hablaba de Jes?s, que, con ser Hijo de Dios, se hab?a visto en situaci?n semejante a la suya, y esta comparaci?n entusiasmaba al pobre diablo. ?Cu?nto honor!… Pero aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo m?s tarde posible.

Lleg? el d?a en que estall? sobre ?l como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid hab?a terminado. Llegaba la muerte; pero a gran velocidad, por el tel?grafo.

Al decirle un empleado que su mujer con la ni?a que hab?a nacido estando ?l preso rondaba la c?rcel pidiendo verle, no dud? ya. Cuando aqu?lla dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima.

Le hicieron pensar en el indulto, y se agarr? con furia a esta ?ltima esperanza de todos los desgraciados. ?No lo alcanzaban otros? ?Por qu? no ?l? Adem?s, nada le costaba a aquella buena se?ora de Madrid librarle la vida; era asunto de echar una firmica.

Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber le visitaban, abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:

—?Qu? les parece? ?echar? la firmica?

Al d?a siguiente le llevar?an a su pueblo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba all? el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento de salida para verle, se pasaba las horas a la puerta de la c?rcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que al mover la hueca faldamenta de zagalejos superpuestos esparc?a un punzante olor de establo.

Estaba como asombrada de estar all?; en su mirada boba le?ase m?s estupefacci?n que dolor, y ?nicamente al fijarse en la criatura agarrada a su enorme pecho derramaba algunas l?grimas.

?Se?or! ?Qu? verg?enza para la familia! Ya sab?a ella que aquel hombre terminar?a as?. ?Ojal? no hubiese nacido la ni?a!

El cura de la c?rcel intentaba consolarla. Resignaci?n: a?n pod?a encontrar, despu?s de viuda, un hombre que la hiciese m?s feliz. Esto parec?a enardecerla, y hasta lleg? a hablar de su primer novio, un buen chico, que se retir? por miedo a Rafael, y que ahora se acercaba a ella en el pueblo y en los campos como si quisiera decirla algo.

—No; hombres no faltan—dec?a tranquilamente con un conato de sonrisa—. Pero soy muy cristiana; y si cojo otro hombre, quiero que sea como Dios manda.

Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, volvi? a la realidad, reanudando su dif?cil lloro.

Al anochecer lleg? la noticia. S? que hab?a firmica. Aquella se?ora que Rafael se imaginaba all? en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y s?plicas, prolongaba la vida del sentenciado.

El indulto produjo en la c?rcel un estr?pito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiera recibido la orden de libertad.

—Al?grate, mujer—dec?a en el rastrillo el cura a la mujer del indultado—. Ya no matan a tu marido: no ser?s viuda.

La muchacha permaneci? silenciosa, como si luchara con ideas que se desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.

—Bueno—dijo al fin tranquilamente—. ?Y cu?ndo saldr??

—?Salir!… ?Est?s loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Ir? a ?frica, y como es joven y fuerte, a?n puede ser que viva veinte a?os.

Por primera vez llor? la mujer con toda su alma; pero su llanto no era de tristeza, era de desesperaci?n, de rabia.

—Vamos, mujer—dec?a el cura irritado—. Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida, ?lo entiendes? Ya no est? condenado a muerte… ?Y a?n te quejas?

Cort? su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresi?n de odio.

—Bueno: que no lo maten… Me alegro. ?l se salva, pero yo, ?qu??…

Y tras larga pausa, a?adi? entre gemidos que estremec?an su carne morena, ardorosa y de brutal perfume:

—Aqu? la condenada soy yo.

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